Abstract
La educación es siempre, por su misma naturaleza, transformadora. Transforma vidas,
transforma realidades, transforma culturas y civilizaciones y todo ello a partir del hecho básico
inicial de que dicha transformación comienza por ser la de sus propios actores: educadores y
educandos. Es válida, en relación con ello, la afirmación del filósofo Gadamer (2000) acerca de
que “educar es educarse”, pues en la educación “de lo que se trata –dice el autor, parafraseando a
Hegel-- es de que el hombre acceda él mismo a su morada”: acceder a la morada en el mundo es
para la persona abrir el camino a ese espacio en el que se siente bien, donde es feliz. Desde esta
perspectiva, el ejercicio de educarse es, para educadores y estudiantes en primer término pero
con proyección a la sociedad entera, un ejercicio compartido de diálogo, involucramiento y
enriquecimiento mutuo mediante el cual asumen el desafío de impulsar sus vidas hacia la
plenitud personal, en armonía con la construcción de felicidad social.
En tiempos en los que predominan formas de educación orientadas al éxito, a ser
competitivo y poseer habilidades avanzadas para interactuar con las máquinas, o bien –en
algunas perspectivas psicológicas-- solamente para adaptarse y no sufrir, según Gadamer (2000)
“si lo que uno quiere es educarse y formarse, es de fuerzas humanas de lo que se trata y sólo si lo
conseguimos sobreviviremos indemnes a la tecnología y al ser de la máquina” (p. 48) o,
agregaríamos, a la ilusión de refugiarnos en islas de bienestar individual que nos aíslan de la
comunidad y del entorno. Esas fuerzas humanas de las que habla el filósofo son las que pueden
impulsar una educación basada en la capacidad de aprender a ser felices a lo largo de toda la
vida.