Abstract
Parece que en tiempos de postmetafísica, donde se quiere huir de todo autoritarismo (ya sea epistémico, ya sea ético o político), la democracia cuenta con la baza a su favor de ser el sistema político que más favorece el diálogo sobre la imposición, la tolerancia por encima de la opresión. Ahora bien, una democracia que asuma plenamente su condición postmetafísica habrá de contar con ciertas características si quiere ser del todo coherente con este su avatar contemporáneo. Concretamente, en nuestra comunicación pergeñamos unas cuantas de ellas: así, la democracia deberá adecuarse a la sociedad civil postmoderna siendo capaz, en primer lugar, de fundamentarse no en algo así como una teoría política fuerte (que crea haber hallado de una vez por todas el mejor de los ordenamientos políticos posibles), sino que más bien los demócratas deberán hacer de la carencia de fundamentos absolutos y perentorios que caracterizan a la posibilidad democrática su mejor virtud. Esta cierta “modestia” de la democracia postmetafísica le marcará a ésta, además, un camino en el cual deberá escapar de dos extremos parejamente desdeñables: tanto de la fe ciega en la “salvación” del hombre por medio de la actividad política (que deja en manos de “ideólogos” o “iluminados” la esfera pública), como el sometimiento del espacio de lo político a una tecnocrática racionalidad medios-fines (que deja en manos de los “expertos” o “científicos” toda la acción común). Por el contrario, la política democrática, consciente de que debe dejar en manos de la sociedad civil gran parte del tráfico de interacciones humanas, se limitará tan sólo a ofrecer el marco donde estas se lleven a cabo del modo más tolerante y pacífico, no autoritario, que sea menester; no pretenderá competir con las religiones, verbigracia, a la hora de llenar de sentido la vida de los hombres (como haría un planteamiento estrictamente laicista de la misma), sino que más bien habría de facilitar a estas las condiciones mínimas para su libre y fecundo desarrollo.