Abstract

Zarpó del puerto de Lisboa con destino a las costas de Inglaterra. La «Grande y Felicísima Armada» de Felipe II comenzó -oro y hierro- su majestuosa marcha. Lenta, pesada, con más reveses que fortuna, la empresa al mando del duque de Medina-Sidonia dio abundantes indicios antes de arribar a tierra inglesa de lo que en escasos meses se convertiría en una colosal derrota. Todo augurio de su final. Pareció cumplirse en Alonso Pérez de Guzmán, su almirante trémulo, aquello de Mariana de que «el temor y el recato demasiado nunca hicieron cosa honrosa; a los valientes ayuda Dios, a los cobardes todo se les deshace entre las manos». Con todo, nada impidió que la amenaza, que suele representarse mayor que el daño cuando se produce. se fuera dando a conocer a los ingleses con un temor creciente. Con un temor tal que en el amanecer del día 5 de abril de aquel año de 1588, una mujer de la pequeña aldea de Malmesbury, al suroeste de la Isla, alumbrará gemelos. Pues «al difundirse por nuestras plazas -contará uno de esos retoños, T. Hobbes- el rumor de que con la flota se acercaba el último día para nuestro pueblo, tanto miedo concibió mi madre que parió gemelos: a mí y al miedo al mismo tiempo». Es verdad. Pocas cosas le están tan hermanadas al hombre y le son tan reveladoras como sus propios miedos; al menos en su presente estado. Y pocas cosas como sus miedos ayudan a caracterizar mejor sus formas de organización social. De ahí que ame la paz y se goce con la compañía afable, como a renglón seguido también el propio Hobbes apunta.