Buenos Aires: Instituto de Investigaciones Filosóficas. Prometeo (
2011)
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Abstract
Nuestro recorrido será el siguiente.
En el capítulo primero examinamos la noción de unión del cuerpo y el alma que Descartes formula desde el inicio de Las pasiones del alma (§2), noción anticipada por otros textos (Principia II §2) pero muy original, y que recusa todo dualismo, en tanto concibe una unión no substancial, en la que el alma está unida, de modo más o menos estrecho, a todos los cuerpos que la afectan, como "corps de dehors", de manera tal que todos los sentimientos, internos o externos, en tanto referidos al cuerpo, pueden ser ubicados en una misma exterioridad respecto al alma (sección §1). Esta noción de unión: a) coincide plenamente con la experiencia del poder o capacidad del alma para actuar sobre el cuerpo, o recibir la acción del cuerpo, de manera tal de excluir definitivamente toda referencia a la substancia espiritual, corporal o compuesta; b) establece una diferencia meramente cuantitativa entre mi cuerpo y los cuerpos del mundo, porque la unión al cuerpo es más o menos estrecha, según sea más o menos inmediata la acción del cuerpo sobre el alma. La primera consecuencia de lo anterior es la siguiente: Las pasiones del alma no establece distinción alguna entre sentimientos interiores y exteriores, porque el lugar del agente (las partes de nuestro cuerpo, los cuerpos del mundo) no sirven ya más como criterio para la distinción entre los modos de la sensibilidad (sección §2). Es precisamente en este punto fundamental que la investigación cartesiana sobre las pasiones se distingue definitivamente del análisis de la sensibilidad realizado en la cuarta parte de Los Principios de la Filosofía, en donde la pasión era considerada como un sentimiento interior, junto con los apetitos naturales (IV §190), por oposición a los cinco sentidos exteriores (IV §§ 191-195). Luego del examen de la definición de pasión, en el próximo capítulo, podremos preguntar: dadas, por un lado, la interioridad de la pasión al alma, y por otro, el emplazamiento de todos los cuerpos en el mismo afuera, «dehors», respecto del alma, ¿cabe buscar, en la pasión, el sentimiento de un corps de dedans?
Anticipemos que la reforma conceptual de la unión del cuerpo y el alma exige y a la vez resulta de una reforma lexical especialmente interesante porque, al excluir toda referencia a las substancias o a la substancialidad de la unión, a) identifica esta última con la capacidad o potencia del alma de afectar o ser afectada por el cuerpo (sección §3); b) debe describir la unión como un «estar (del alma) junto (al cuerpo), ( être jointe)», que califica la estrechez de la unión por la inmediatez de la acción (sección §4). Finalmente, esta conjunción del alma y del cuerpo anticipa de manera coherente la doctrina cartesiana del amor, el cual se define por la capacidad del alma de unirse (« se joindre ») a los objetos que la afectan en la apariencia de bondad.
El capítulo segundo se dedicará a la definición de pasión (Pasiones §§21-28), el único sentimiento interior al alma misma porque el único que es tal como aparece, en una evidencia que no puede ser entendida mas que en relación, todavía indeterminada, con la evidencia primera ego sum, ego existo, en la Meditación Segunda, y especialmente con su última formulación, en la certeza del « creo ver » («videre videor»). El carácter inaugural de esta definición reside en los puntos siguientes: a) la relación con el alma convierte a la pasión en el único sentimiento que es tal como se siente, pero al mismo tiempo, b) inaugura una nueva forma de error posible, todavía indeterminado, pero de otro orden que aquél al que nos somete la naturaleza extrínseca del resto de las percepciones (sección §1). Ahora bien, la pasión es tal como se siente porque no es un « ver », videre, y por lo tanto no le corresponde revelar el ego sum (« ego sum qui sentio » VII, 29, 11), a través de un « creo ver », videre videor (sección §3). Quisimos probar que esto es perfectamente coherente con la doble enumeración de los modos del pensamiento, en la Segunda y Tercera Meditación, (VII, 28 y 35, respectivamente) y con la clasificación de los pensamientos (ideas, juicios, voluntades, afecciones), establecida en la Meditación Tercera (VII, 38) (sección §2). Pero la pasión, a la vez que inaugura una interioridad, se recibe en el alma, como algo que no proviene de ella (Pasiones §17). Es aquí, donde se da a conocer el carácter inaugural y a la vez paradójico de la pasión: en ella, la interioridad del alma a sí se conoce, por primera vez, en una modalidad particular de la recepción sensible. Examinamos esa doble condición, interioridad y recepción, en la sección §7, la última de este segundo capítulo.
Dos consecuencias. La primera: a partir de la definición de pasión, la investigación sobre la cualidad sensible se independiza del examen de la realidad objetiva (sección §4). La pasión puede por lo tanto inaugurar una verdad y un modo de error que se separa definitivamente del objeto representado como cosa o privación de cosa. No seremos los primeros en decir que la pasión, el saber afectivo en general, sólo puede dirigirse a un no-objeto (F. Alquié). Pero hay que agregar que la definición de pasión, al recuperar su evidencia primera, abre a la meditación el campo de una realidad inobjetivable, o, mejor, de una modalidad de la objetividad definitivamente irreal, que ya ha sido descubierta por J-L. Marion, por lo menos para el caso particular de la admiración, y que sólo podrá ser de ser descripta en el momento de definir las pasiones particulares. La segunda consecuencia reside en la relegación definitiva de toda explicación de la pasión por la causa eficiente (sección §6). En efecto, Descartes deja de lado las funciones del cuerpo como criterio de clasificación de los modos de la sensibilidad, y la relega a la segunda parte de la segunda parte de su definición, de manera tal que la causa de la pasión no explica nada y por el contrario, es ella la que debe ser explicada. Si se admite una doble constitución de la metafísica cartesiana, nuestro esfuerzo conduce a mostrar que la noción de pasión, y la investigación que ella abre, pertenece a una metafísica presidida por su primera figura, cogitatio, antes que por la segunda, causa.
La investigación sobre los efectos de la pasión, que comprende los artículos §§40 a 48 de Las pasiones del alma, y a la que dedicamos nuestro capítulo III, debe ser leída en continuidad al texto de la Meditación Sexta, en tanto viene a responder a la pregunta siguiente: ¿cuál es el modo de la pasividad que caracteriza a la pasión y la distingue de otros modos del sentimiento como de otros modos de constricción a la voluntad? Si la pasión, se recibe en el alma, ¿cómo se siente esa proveniencia, si por definición queda excluida toda relación al cuerpo como causa o como objeto?
En primer lugar, aquello que caracteriza a la pasión es que ella tiene como efecto una disposición a querer. Pero, dado que la voluntad es esencialmente libre, la disposición a querer en el alma tiene a su vez un efecto igualmente necesario, este es, una respuesta del alma a la disposición a querer que es en ella, respuesta que Descartes llama (no) consentimiento a los efectos de la pasión (§46; §80). A partir del artículo §40, la investigación sobre las pasiones se introduce resueltamente en el ámbito de una moral, como una ciencia de los efectos (sección §1). En segundo lugar, y por lo anterior, la pasión, puede ser, en su interioridad y proximidad al alma, directamente contraria a la voluntad (365, 12-13), justamente, porque ella es el único sentimiento que tiene como efecto necesario en el alma una disposición a querer (§40). Lejos de presentar un mero obstáculo a una determinación del alma, la pasión se recibe como una invitación, a la cual el alma debe imperativamente responder. El punto a destacar (sección §2) es el siguiente: Descartes describe aquí una verdadera autoafección indirecta, por la cual el alma puede excitar en sí una pasión voluntaria (362, 28 ; 363, 2; 486, 6-9), autoafección de la cual es absolutamente incapaz en el caso del resto de los sentimientos, tal como quedaba establecido desde la Meditación Sexta. Así, el cuerpo que actúa inmediatamente sobre el alma, al cual ella está más estrechamente unida, abandona su condición de mero intermediario entre los cuerpos y el alma y pasa a ser, en una autoafección voluntaria, el intermediario entre una acción del alma y una pasión en el alma. En la sección §3 se agrega esto: la pasión, a diferencia de todos los sentimientos, no se siente en el instante. Por el contrario, en ella, el sentir se despliega en el tiempo y se hace por lo tanto independiente de la acción de los cuerpos sobre los sentidos internos o externos. Esto se debe a lo siguiente: primero, en la pasión, el cuerpo actúa como una totalidad indivisible. Segundo: el cuerpo actúa sobre sí. En la pasión, tercero, el cuerpo actúa de manera tal que su acción se presenta siempre como una exigencia al ejercicio efectivo de la libertad. Finalmente, en la pasión, la totalidad de las funciones del cuerpo se someten definitivamente a la voluntad, de manera que el alma puede afectarse a sí en una pasión voluntaria. Quisiéramos proponer (sección §3) que la experiencia del cuerpo en la pasión merece ser nombrada como la experiencia de un cuerpo de dedans, que se presenta en la repugnancia o el consentimiento y cuya acción no se siente en un lugar (en una internidad que no establece ninguna distinción con la exterioridad de los cuerpos del mundo), sino en el alma misma, en una interioridad que hace imposible la reducción del cuerpo sentido a la categoría común de objeto o causa.
Ahora bien, la investigación sobre la pasión puede introducirse en el ámbito de la moral con una condición: que la pasión permita el acceso del ego a un alter ego, o según la fórmula tradicional utilizada por Descartes, a un «otro sí mismo», alter ipse. Es el problema que abordamos en el capítulo IV. Queda claro que las Meditaciones Metafísicas impiden, o mejor, ocluyen de modo parentemente definitivo, ese acceso. Pero, en Las pasiones del alma, Descartes, introduce un género muy particular de objeto , «otros objetos, que consideramos causas libres, capaces de hacer el bien y el mal » (§55, 374, 5-7). Más aún, la libertad del agente se erige en criterio de clasificación de segundo orden para todas las pasiones simples, con excepción del deseo. El punto a notar aquí (sección §1) es el siguiente: el ego no se ve afectado por la causa libre porque infiera que ella, a diferencia de otras, actúa moralmente sobre él, con independencia de toda determinación mecánica. Es al revés: el ego siente la acción de una causa libre porque se ve afectado por la libertad del agente; es esa afección la que otorga a los actos del otro el carácter moral de buenos o malos. Esto se prueba en el respeto o la veneración (§162): aquello que nos afecta no es la supuesta bondad o la maldad de los actos, sino inmediatamente aquello que los hace tales, esto es, la « capacidad » de hacer el bien o el mal. De aquí que el hijo, cuyos actos evidentemente no son morales, pueda nombrarse, entre los objetos de amor, como un « otro(s) sí mismo» (§82, 389, 15).
A fin de precisar el sentido y los alcances de esta alteridad, debemos detenernos en la definición cartesiana del amor (secciones §§2-3). Esa definición debe, en primer lugar, distinguirse claramente de aquella que Descartes había ensayado dos años antes, en la carta a Chanut del 1 de febrero de 1647. El problema que preocupa a Descartes no es ya más la definición de un amor intelectual, sino la de un amor puro, que Descartes distingue precisamente de las pasiones que « participan del amor » (§82, título), mezcla de deseo y « otras pasiones particulares » (§82 389, 9-10). El amor puro es una pasión que no tiene relación alguna al cuerpo, porque se siente sin placer y es la primera de las pasiones « que pertenecen al alma », según la distinción establecida en los títulos de §137 y §139. Esta distinción se establece estrictamente dentro del ámbito del amor pasión porque no considera en ningún momento el alma en tanto separada del cuerpo, condición del amor intelectual (IV, 602, 4-8), sino como « nuestra mejor parte » (§139, 432, 5). El único que merece sin reparos el título de « amor puro » es el amor paterno, el único en el que se cumple la tríada, pureza, posesión perfecta, alteridad. En la sección §4 nos detenemos en los modos del engaño propio de las pasiones, en general, y del amor en particular, para entender el último rasgo que Descartes le otorga al amor puro, este es, el de ser un amor verdadero, que elude todas las formas de engaño a las que las pasiones pueden someternos, y puede por lo tanto ocupar el lugar del verdadero conocimiento. La teoría cartesiana del amor permite así dos conclusiones. Primera: la alteridad sirve para distinguir definitivamente el amor del deseo, el amor puro de las pasiones que participan de él, los grados de perfección del amor, amor paterno, amistad honesta, y, finalmente, la formas del amor, afección, amistad y devoción. Segundo, antes de toda reflexión sobre el deseo, es decir, antes de considerar la perfectibilidad del ego por la posesión de bienes que dependan exclusivamente de nuestra voluntad, Descartes escribe que el alma se perfecciona en el amor, por la unión al bien verdadero, mientras que se envilece y rebaja en su unión con un bien excesivamente estimado (§139, 432, 12-20 ; §142, 435, 18 –22).
En la sección §5 examinamos el efecto del amor, la benevolencia, que Descartes, haciendo caso omiso de la tradición, define como una verdadera beneficencia, como un acto de donación, que no necesita de ningún deseo para hacerse efectivo. El punto a destacar aquí es que Descartes considera que el otro al que el alma se une es la « mejor parte » del todo que resulta de la unión (§82, 389, 16-17). Por este exceso, el generoso, sobre la estrechez de la unión al cuerpo, decide por la estrechez de la unión a otra alma, y privilegia el objeto de amor sobre el amor a la vida. Brevemente: la amistad cartesiana tiende a la devoción y rompe con toda noción de amistad fundada en la igualdad. Esto nos permite, en la sección §6 hacer notar cómo la teoría del amor resignifica un léxico que Descartes recibe de Aristóteles y Santo Tomás. La comparación, al menos inicial, con esos autores está dirigida a incluir a Descartes en una historia del amor.
El quinto capítulo traza el largo itinerario de la noción de virtud, a través de la Correspondencia, y se detiene especialmente en las cartas mencionadas más arriba, ( a Elisabeth, 15 septiembre 1645; a Chanut, 1 febrero 1648) en las que Descartes ensaya y abandona una primera forma de moral definitiva, especialmente problemática, en tanto aspira, por primera vez, a deducir el amor a Dios de la idea de Dios, y se dirige a pensar al ego como parte de totalidades (familia, vecindad, Estado) que han sido, ellas también, creadas por Dios. Esta reflexión sobre el amor a Dios es todavía independiente de la reflexión sobre las pasiones, que recién comienza. Intentamos aquí despejar la intención cartesiana que puede resumirse así: de la misma manera que Dios, creador de toda verdad, es fundamento de toda ciencia y toda verdad se halla ya contenida en Su idea, es Dios, creador de totalidades físicas, sociales o políticas, el fundamento de todo amor, aunque no se lo conozca, o sólo confusamente, como tal; de modo que en todo acto de renuncia por la totalidad, amamos a Dios, en un amor sensible, aunque nada en Él sea imaginable. Sin embargo, una vez adquirida, en Las pasiones del alma, la definición de pasión e incluida la noción de consentimiento en la definición definitiva del amor, aquella vía de análisis, que parte de un ego ya incluido en las totalidades de las que forma parte como persona, agota definitivamente sus posibilidades y debe ser abandonada.
Debemos preguntar, entonces: qué queda de esta ardua reflexión sobre el amor a Dios en Las pasiones del alma? Principalmente, Descartes recupera de aquellas cartas la reflexión sobre la Providencia divina, en los artículos §§146-147. Pero entre las cartas de 1645-1647 y el texto de Las pasiones del alma, hay una diferencia capital. La reflexión sobre la Providencia divina, en 1649, no hace mención alguna al amor, parece abandonar toda aspiración a fundar, en el amor a Dios, el amor a otros hombres y se dirige exclusivamente a establecer la regla del deseo, intermediario privilegiado entre pasión y acción (§143, 435, 26-29). Ahora bien, una moral que no tuviera otra regla que la del deseo presentaría dos características distintivas. Primero, la indagación sobre el bien verdadero se agota en la determinación del bien verdaderamente posible; son pues igualmente buenos todos los bienes igualmente estimables e igualmente posibles. De aquí, en segundo lugar, que la noción de virtud no pueda otorgar a la voluntad otro bien que su mero ejercicio, vacío de todo contenido. Ha sido pues posible interpretar que, la moral cartesiana, en el momento de alcanzar su fundamento, se independiza de ella, como otra potencia igualmente arbitraria, que no puede someterse a otro fin que el de imitar a Dios por la inmutabilidad de la decisión.
En el capítulo sexto, dedicado a la definición de generosidad, nosotros propondremos, al contrario, que el texto de Las pasiones del alma, cuya teoría del amor aquella interpretación debe desconocer, permite otra lectura de la moral cartesiana. Sucede que Descartes cambia radicalmente el punto de partida de su reflexión : en las cartas de 1645-1647, la omnipotencia divina exigía considerar el ego como parte de distintas totalidades, a las que se haya ligado de hecho. En 1649, la unión no describe una situación existencial, impuesta por nacimiento, vecindad o juramento, porque no accede a una situación de hecho más que por el consentimiento libre y lúcido del ego a la unión efectiva con el bien amado. De aquí, proponemos, se siguen dos consecuencias. La primera (sección §2): una reformulación del problema del amor a Dios. La omnipotencia divina no se conoce como aquí como Providencia, es decir, en el decreto universal que determina la fatalidad de todas las cosas, sino en el acto singular de una donación personal y desmedida, la libre disposición de nuestras voluntades, por la cual la criatura se reconoce semejante a su Creador (§152). El generoso reconoce que el libre albedrío, el único bien por el cual puede estimarse a sí mismo, es, tal como quedaba establecido desde la Meditación Cuarta, un don divino y el reconocimiento por un don recibido es una pasión, la gratitud, la cual, a diferencia de la admiración, la esperanza o la seguridad, es una especie del amor, siempre virtuosa (§§193-194). En efecto, la reflexión sobre la Providencia, es apenas uno de los modos de reglar el deseo, el segundo, porque el primero es, justamente, la generosidad, que se define con total prescindencia del conocimiento de la fatalidad de todas las cosas (§145, 437, 27-438, 3). Investigamos aquí los tres rasgos del don divino: infinitud formal, pertenencia verdadera, distribución perfecta. La segunda consecuencia, que confirma la primera (secciones §§3-4), es la reformulación del amor a otros hombres. En efecto, no arriesgaremos demasiado al proponer que la definición de generosidad, lejos de agotarse en los artículos §§152-153, comprende los artículos §154 y §155 y culmina, finalmente, en el §156. Así entendida, la generosidad es una autoafección que, como tal, determina, prioritaria y precisamente, el modo en que el generoso es afectado por los otros hombres, en tanto causas libres, semejantes al ego, y por lo tanto semejantes a Dios. La generosidad se define pues en el horizonte de la alteridad porque el generoso no sería tal si no estimara a todos y cada uno de los hombres como generosos posibles (§154) y si no redescubriera su capacidad de hacer el mal por comparación al mal efectivamente realizado por ellos (§155). De aquí, finalmente, la regla definitiva de la moral cartesiana (§156), regla que, al definir la mejor acción posible, otorga un contenido definitivo a la firme resolución de hacer el bien, esta es: imitar la donación original, haciendo el bien a todos los hombres. Luego, la ausencia de una reflexión sobre el amor a Dios, en Las pasiones del alma, no es, todavía, una desaparición, ya que el acto de donación divina condiciona definitivamente la regla moral como una imitación, que se concibe como una repetición, igualmente gratuita, de aquella donación original.
La relación entre ambos puntos se prueba en lo siguiente: Descartes afirma que el efecto necesario de la benevolencia generosa, la gratitud es uno de las principales vínculos de la sociedad entre los hombres (§194, 474, 13-15), la cual se funda pues en el mismo vínculo que une al hombre generoso con Dios: gratitud por la gratuidad de la donación (sección §6). La afirmación cartesiana es de un laconismo insalvable, pero recupera un texto hasta aquí descuidado, la Carta a Voetius de 1643, la primera reflexión cartesiana sobre el amor y la única dedicada a examinar las leyes que de él se deducen, como una jus caritatis (sección §7). Examinamos en la seccción §8 la problemática relación, o ausencia de relación, entre esas leyes de amistad y la ley civil, jus civile, basada en la autoridad del Príncipe.
Finalmente, en la Conclusión, podemos detenernos en un problema ya dos veces pospuesto, este es, el que resulta de la equivalencia que Descartes establece entre amistad honesta y caridad cristiana. (IV, 309, 2-4; IV , 612, 14), equivalencia que la noción de generosidad está lejos de contradecir y que recupera la «gran afinidad» (VIII-2, 112, 24-25) entre las leyes de la amistad y las leyes de caridad, que Descartes había desarrollado en aquel capítulo séptimo de la Carta a Voetius. El carácter problemático de esta equivalencia es evidente: si el amor natural, por exceso, aspira a la caridad, es a riesgo que la caridad, por defecto, deje de ser cristiana. Esa afinidad no ha merecido mayor atención por parte de la metafísica y de sus historiadores. Pero, ha merecido la mayor atención por parte de la destitución de la metafísica que lleva a cabo Blaise Pascal quien descubre y acusa, en esa afinidad, el último esfuerzo de la filosofía cartesiana, dirigida a otorgarle al ego su última y más controversial primacía, la del acceso a Dios por el amor.